JJOO 2022 en Beijing: entre los principios y el poder
Juan Ignacio Brito Profesor Facultad de Comunicación e investigador Centro Signos UAndes
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En 2008, el mundo se maravilló con el perfecto espectáculo organizado por China para los Juegos Olímpicos de Beijing. Las modernas instalaciones, la impecable infraestructura y los actos de inauguración y clausura permitieron al régimen ilustrar el extraordinario progreso alcanzado en las décadas previas y dar una señal inequívoca: China reclamaba un lugar singular en la mesa de las grandes potencias y la comunidad internacional le daba la bienvenida. Líderes de todas partes asistieron al evento.
Hoy las cosas han cambiado y China enfrenta la posibilidad de que los Juegos Olímpicos de Invierno –programados para febrero próximo en Beijing— sean boicoteados por Estados Unidos y sus aliados. El martes, el vocero del Departamento de Estado sugirió que Washington estaría consultando con otros gobiernos la actitud que adoptarán respecto de los juegos. Aunque luego sus palabras fueron desmentidas, quedó claro que el tema es espinoso para la administración de Joe Biden.
En 2008, la comunidad global estaba feliz de recibir a una China que se abría al mundo, con la esperanza de que dicha apertura terminara forzando una reforma interna en favor de la libertad política. Ahora esa ilusión se ha desvanecido. Y pese a que el gobierno de Biden ha identificado áreas de cooperación con China, existe una obvia competencia estratégica entre ambas superpotencias.
De manera característica, en EEUU se plantea la pregunta en términos morales, aunque ello no necesariamente significa que se esté pensando actuar de acuerdo con ese tipo de consideraciones. ¿Cómo tratar a un régimen al cual el gobierno norteamericano acusa de genocidio en Xinjiang, usar mano de obra forzada, oprimir a la población tibetana e imponer el autoritarismo en Hong Kong? Visto así, pareciera no quedar otra que imponer algún tipo de sanción.
Por el momento parece descartada la idea de un boicot de atletas al estilo de las Olimpíadas de Moscú en 1980, a raíz de la invasión soviética a Afganistán el año anterior. Esta vía castiga a los deportistas e invita a represalias, como hizo la URSS con los juegos de Los Ángeles en 1984. En lugar de ello, se propone ahora un boicot diplomático y de marketing: que no vaya a los juegos ningún líder político relevante y que las empresas se abstengan de auspiciar y promover el evento. Otros piden que los atletas se conviertan en activistas y reclamen en terreno contra los abusos a los derechos humanos.
Cabe preguntarse si este encuadre moralista es el adecuado. De partida, un enfoque ético exige una coherencia que casi nunca se da. En la misma línea, un mínimo de integridad invita también a cuestionarse por qué limitar las sanciones a un evento deportivo y no aplicarlas a ámbitos más sustantivos, como la inversión y los negocios.
Nadie parece dispuesto a dar ese paso, lo cual lleva a dudar sobre las reales motivaciones detrás del boicot propuesto. El hecho de que se restrinja el castigo a lo deportivo sugiere que, pese a la retórica moralista, lo que se quiere con las pretendidas sanciones es enviar una señal de poder a China y apaciguar a los críticos internos, aprovechando un evento de enorme atractivo mediático, pero con escasa repercusión concreta. Por un lado, dejar satisfechos a los que demandan represalias contra un régimen que viola los derechos humanos y exigen mano dura contra Beijing. Por el otro, señalarle al PC chino que existe la capacidad de infligirle daño reputacional y arruinarle la fiesta.
Como siempre, detrás de los argumentos moralizantes parecen esconderse intenciones más prosaicas, pero no por ello menos efectivas.